Por Edgar Fernández Herrera
En 1985, México vivió uno de los momentos más
terribles de su historia reciente. Eran las 7:17 horas de un jueves 19 de
septiembre cuando la tierra comenzó a temblar con una magnitud de 8.1 grados en
la escala de Richter. El sismo duró poco más de dos minutos, pero fue
suficiente para cambiar la vida de miles y dejar una herida profunda en la
memoria colectiva del país. Fue el movimiento telúrico más significativo y
devastador del siglo XX en México, superando en intensidad y en daños al
registrado en 1957, que hasta entonces era considerado el más grave en la
capital.
La réplica, ocurrida la noche del 20 de
septiembre, terminó por rematar estructuras que habían quedado severamente
dañadas el día anterior. La Ciudad de México, con sus calles llenas de polvo,
concreto, escombros y lamentos, se convirtió en un escenario de tragedia y
también de solidaridad.
Ante la falta de una cultura sólida de
protección civil y la evidente ineficiencia del gobierno —particularmente el
federal, encabezado por el entonces presidente Miguel de la Madrid—, la
ciudadanía tomó las riendas. Surgieron brigadas espontáneas, cadenas humanas de
rescate, centros de acopio improvisados y una fuerza popular que desbordó
cualquier protocolo oficial. El pueblo se convirtió en su propio rescatista,
médico, cocinero y consuelo.
Una de las tantas víctimas de esta tragedia
fue el músico tampiqueño Rodrigo González, mejor conocido como Rockdrigo.
Rodrigo nació un 25 de diciembre de 1950 en
Tampico Madero. Desde muy joven mostró un marcado interés por la música. Como
buen hijo de la huasteca tamaulipeca, creció escuchando huapangos, pero también
—gracias a la cercanía geográfica y cultural con Estados Unidos— se empapó del
rock, del blues y de la contracultura. En 1976 emigró al entonces Distrito
Federal con su armónica, su guitarra y una maleta de sueños. No venía buscando
fama ni reflectores, pero terminó convirtiéndose en el arquitecto y fundador de
un movimiento tan marginal como poderoso: el rock rupestre.
El rock rupestre fue ese estrato del rock
mexicano que prescindió de guitarras eléctricas, baterías estruendosas y
estudios de grabación costosos. En su lugar, se armó de voces crudas, guitarras
de palo, letras agudas y una estética que abrazaba la autenticidad antes que el
glamour. Una especie de punk-folk chilango, callejero, con humor negro y mucha
crítica social. Mientras algunas bandas mexicanas años después se aferraban al
aplauso y al reconocimiento internacional (saludos, Caifanes), los rupestres ya
se habían adelantado décadas con un discurso honesto y directo.
Su única grabación oficial en vida, Hurbanistorias (1984), fue un casete
artesanal, grabado y distribuido bajo el lema del “hazlo tú mismo”. Lo vendía
en mercados, bares y presentaciones informales. Hoy es una pieza de culto que,
con el tiempo, fue reeditada en disco compacto y digital, alcanzando una
audiencia que Rodrigo probablemente nunca imaginó.
Rockdrigo era, además de músico, un lector
empedernido. Su obra está impregnada de referencias literarias, observaciones
sociales y una ironía punzante. No necesitaba metáforas rebuscadas para
retratar la ciudad; le bastaban las palabras justas. Sus letras abordaban temas
como la soledad, el metro, el smog, la rutina y el desencanto. Fue uno de los
grandes cronistas de la Ciudad de México, y como buen cronista, su labor fue
documentar lo cotidiano con inteligencia y sensibilidad.
La mañana del 19 de septiembre de 1985, él
dormía junto a su pareja en un edificio de departamentos ubicado en la calle
Bruselas, colonia Juárez. El edificio colapsó. Rodrigo tenía apenas 34 años.
Con él, murió una voz que apenas comenzaba a resonar con más fuerza. Con esa
crudeza que a veces tiene el humor mexicano, se dice que el “profeta del nopal”
murió por una sobredosis de cemento.
Aunque en vida su popularidad fue limitada,
su legado ha crecido con los años. Las generaciones posteriores —fans, músicos,
periodistas, académicos— se han encargado de mantener viva su obra. Prueba de
ello es la estatua en su honor dentro de la estación del Metro Balderas, ese
mismo lugar que inmortalizó en una de sus canciones más emblemáticas. Su figura
se ha vuelto mítica, casi de culto, como un símbolo de rebeldía, inteligencia y
sensibilidad urbana.
Entrar a la obra del profeta del nopal es
adentrarse en una ciudad que respira a través de sus canciones. Es poca su
discografía, sí, pero de una calidad inmensa. ¿Mi favorita? Sin duda, la
grandiosa y soberbia “Metro Balderas”, no solo mi canción favorita de
Rockdrigo, sino de todo el rock mexicano (y no, por favor, no confundir con la
infame versión de Alejandro Lora).
Otra que me eriza la piel es ese himno contra
la rutina, tan reconocible porque todos, en algún punto, nos hemos sentido
atrapados por la monotonía y la necesidad urgente de escapar: “No tengo
tiempo”. Por cierto, existe una gran versión de esta canción interpretada por
la banda Heavy Nopal, que le rinde un digno tributo.
A veces uno se pregunta qué más habría hecho
Rockdrigo si hubiera vivido más. Tal vez habría sido un referente internacional
del rock en español, tal vez se habría cansado del mundo musical y se habría
refugiado en los libros, tal vez no. Lo cierto es que, en poco tiempo, dejó una
huella imborrable.
Y aunque su voz se
apagó bajo los escombros, su música sigue ahí, sobreviviendo como sobrevive la
ciudad: con memoria, con dignidad y con ganas de cantar.
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