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sábado, 27 de septiembre de 2025

A cuarenta años sin Rodrigo González, El Profeta Del Nopal


 

Por Edgar Fernández Herrera

 

 

En 1985, México vivió uno de los momentos más terribles de su historia reciente. Eran las 7:17 horas de un jueves 19 de septiembre cuando la tierra comenzó a temblar con una magnitud de 8.1 grados en la escala de Richter. El sismo duró poco más de dos minutos, pero fue suficiente para cambiar la vida de miles y dejar una herida profunda en la memoria colectiva del país. Fue el movimiento telúrico más significativo y devastador del siglo XX en México, superando en intensidad y en daños al registrado en 1957, que hasta entonces era considerado el más grave en la capital.

 

La réplica, ocurrida la noche del 20 de septiembre, terminó por rematar estructuras que habían quedado severamente dañadas el día anterior. La Ciudad de México, con sus calles llenas de polvo, concreto, escombros y lamentos, se convirtió en un escenario de tragedia y también de solidaridad.

 

Ante la falta de una cultura sólida de protección civil y la evidente ineficiencia del gobierno —particularmente el federal, encabezado por el entonces presidente Miguel de la Madrid—, la ciudadanía tomó las riendas. Surgieron brigadas espontáneas, cadenas humanas de rescate, centros de acopio improvisados y una fuerza popular que desbordó cualquier protocolo oficial. El pueblo se convirtió en su propio rescatista, médico, cocinero y consuelo.

 

Una de las tantas víctimas de esta tragedia fue el músico tampiqueño Rodrigo González, mejor conocido como Rockdrigo.

 

Rodrigo nació un 25 de diciembre de 1950 en Tampico Madero. Desde muy joven mostró un marcado interés por la música. Como buen hijo de la huasteca tamaulipeca, creció escuchando huapangos, pero también —gracias a la cercanía geográfica y cultural con Estados Unidos— se empapó del rock, del blues y de la contracultura. En 1976 emigró al entonces Distrito Federal con su armónica, su guitarra y una maleta de sueños. No venía buscando fama ni reflectores, pero terminó convirtiéndose en el arquitecto y fundador de un movimiento tan marginal como poderoso: el rock rupestre.

 

El rock rupestre fue ese estrato del rock mexicano que prescindió de guitarras eléctricas, baterías estruendosas y estudios de grabación costosos. En su lugar, se armó de voces crudas, guitarras de palo, letras agudas y una estética que abrazaba la autenticidad antes que el glamour. Una especie de punk-folk chilango, callejero, con humor negro y mucha crítica social. Mientras algunas bandas mexicanas años después se aferraban al aplauso y al reconocimiento internacional (saludos, Caifanes), los rupestres ya se habían adelantado décadas con un discurso honesto y directo.

 

Su única grabación oficial en vida, Hurbanistorias (1984), fue un casete artesanal, grabado y distribuido bajo el lema del “hazlo tú mismo”. Lo vendía en mercados, bares y presentaciones informales. Hoy es una pieza de culto que, con el tiempo, fue reeditada en disco compacto y digital, alcanzando una audiencia que Rodrigo probablemente nunca imaginó.

 

Rockdrigo era, además de músico, un lector empedernido. Su obra está impregnada de referencias literarias, observaciones sociales y una ironía punzante. No necesitaba metáforas rebuscadas para retratar la ciudad; le bastaban las palabras justas. Sus letras abordaban temas como la soledad, el metro, el smog, la rutina y el desencanto. Fue uno de los grandes cronistas de la Ciudad de México, y como buen cronista, su labor fue documentar lo cotidiano con inteligencia y sensibilidad.

 

La mañana del 19 de septiembre de 1985, él dormía junto a su pareja en un edificio de departamentos ubicado en la calle Bruselas, colonia Juárez. El edificio colapsó. Rodrigo tenía apenas 34 años. Con él, murió una voz que apenas comenzaba a resonar con más fuerza. Con esa crudeza que a veces tiene el humor mexicano, se dice que el “profeta del nopal” murió por una sobredosis de cemento.

 

Aunque en vida su popularidad fue limitada, su legado ha crecido con los años. Las generaciones posteriores —fans, músicos, periodistas, académicos— se han encargado de mantener viva su obra. Prueba de ello es la estatua en su honor dentro de la estación del Metro Balderas, ese mismo lugar que inmortalizó en una de sus canciones más emblemáticas. Su figura se ha vuelto mítica, casi de culto, como un símbolo de rebeldía, inteligencia y sensibilidad urbana.

 

Entrar a la obra del profeta del nopal es adentrarse en una ciudad que respira a través de sus canciones. Es poca su discografía, sí, pero de una calidad inmensa. ¿Mi favorita? Sin duda, la grandiosa y soberbia “Metro Balderas”, no solo mi canción favorita de Rockdrigo, sino de todo el rock mexicano (y no, por favor, no confundir con la infame versión de Alejandro Lora).

 

Otra que me eriza la piel es ese himno contra la rutina, tan reconocible porque todos, en algún punto, nos hemos sentido atrapados por la monotonía y la necesidad urgente de escapar: “No tengo tiempo”. Por cierto, existe una gran versión de esta canción interpretada por la banda Heavy Nopal, que le rinde un digno tributo.

 

A veces uno se pregunta qué más habría hecho Rockdrigo si hubiera vivido más. Tal vez habría sido un referente internacional del rock en español, tal vez se habría cansado del mundo musical y se habría refugiado en los libros, tal vez no. Lo cierto es que, en poco tiempo, dejó una huella imborrable.

 

Y aunque su voz se apagó bajo los escombros, su música sigue ahí, sobreviviendo como sobrevive la ciudad: con memoria, con dignidad y con ganas de cantar.

 

 

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