Por Oscar Fernández Herrera
Con el deceso de mi papá en 2000, experimenté una profunda
tristeza que me apartó de la iglesia católica por más de dos décadas. Sí,
ocasionalmente asistía a una homilía porque algo se celebraba y, curiosamente,
nunca dejé de persignarme si me hallaba frente a un templo o a una imagen
religiosa. Renuncié a la fe que me inculcaron mis padres pese a que de niño
quise ser sacerdote, y la suplí con insinceros actos (como el santiguarme),
críticas mordaces contra el clero y el enojo que la muerte de mi padre me dejó.
Mi mamá, con esa asombrosa sabiduría que tienen casi todas las
madres, supo esperar y, en el momento indicado, me preguntó si querría regresar
a la iglesia. Mi respuesta no fue inmediata, pero accedí gracias a que algo en
mi corazón me lo pidió. La he acompañado desde entonces con fervor y mucho
cariño.
Fueron estas circunstancias (sin considerar mi afinidad por
el séptimo arte) las que me llevaron a ver “Cónclave”, una cinta hollywoodense
dirigida por Edward Berger que, pese a los clichés que suponemos para estas
películas donde el clero es el protagonista, es una obra maestra (que no está
libre de algunos errores).
Basada en una novela homónima de Robert Harris, esta
película se centra en el minucioso proceso para elegir a un nuevo papa, lleno
de religiosidad, duda y mucha intriga política, pues el poder es tan codiciado
que muchos conspirarán para obtenerlo.
La curiosidad es el primer gancho para acercarnos a
“Cónclave”, pues mucho se ha especulado con relación a los procedimientos
cardenalicios que se siguen para elegir al máximo dirigente de la iglesia
católica: las puertas de roble macizo que se cierran con un arcaico rugido, y
el cerrojo que suena como una sentencia. Dentro, los rostros son sombras bajo
capuchas pesadas; sólo los ojos —hundidos, inquisitivos— brillan con la luz
vacilante de los cirios. El aire huele a incienso, humedad y secretos. Cada
susurro es un puñal envuelto en terciopelo, cada mirada, un conjuro apenas
contenido. En la parte exterior, el mundo contiene el aliento. Dentro, algo más
que un nombre será elegido: una voluntad se teje en silencio, y no todos saldrán
indemnes de ella.
Ralph Fiennes nos da una increíble cátedra de actuación
como el vacilante Cardenal Lawrence. El segundo gancho lo da un guion que, si
bien no está libre de ciertos absurdos, resulta inteligente, original y
fascinante si se le mira con detenimiento. Los detalles están en cada cuadro y
las maquinaciones políticas pueden saltar en cualquier momento, sin ninguna
advertencia. Ese misticismo la hace muy recomendable.
John Lithgow, Lucian Msamati, Stanley Tucci y Sergio
Castellitto completan un reparto de lujo.
El paralelismo (el componente eclesiástico y los ardides
políticos) se entretejen de forma que ninguno predomina claramente. Hay un
equilibrio. La humanidad de los cardenales queda expuesta sin disimulos, son
como nosotros y ellos también ambicionan y pecan.
La dirección de Berger logra un ritmo contenido y tenso,
como si cada plano fuera una oración murmurada en medio de la incertidumbre. El
diseño de producción es impecable: el mármol de El Vaticano, los trajes
litúrgicos, las frases en latín y los espacios cerrados refuerzan la sensación
de sacralidad y encierro que impregna todo el filme. Técnicamente, “Cónclave” despliega
solemnidad sin caer en el vacío pomposo y consigue hacer sentir al público el
simbolismo de cada decisión tomada tras el muro.
Desde una perspectiva cultural, la película no sólo puso en
tela de juicio la fe, la obediencia y el poder dentro de la iglesia, sino que
también expuso la fragilidad humana de quienes ostentan el poder. En una época
en la que la espiritualidad coexiste con la desconfianza institucional, invita
a reflexionar sobre el papel que todavía desempeña la religión en nuestro enramado
social. Más allá del catolicismo, es una meditación cinematográfica sobre lo
sagrado y lo profano, sobre el alma y su diálogo continuo con el mundo.
No se la pierda en plataformas digitales.

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