Por Edgar Fernández Herrera
Hablar o escribir sobre Ernesto “El Che”
Guevara siempre será un tema controversial. Es un personaje muy polémico, pero
de ningún modo indiferente: un histórico del siglo XX.
El tema surge porque, hace poco, observaba
una estampilla del Che en mi cartera, la misma que conservo desde los 16 años.
También recordé que, hace un par de años, por una dolencia, tuve que ir al
doctor. Después de la consulta, procedí a pagar y, al abrir la cartera, se
asomó la imagen. El galeno (cubano, por cierto) dijo en voz alta: “Otro
admirador de ese criminal”. Yo solo sonreí, pagué y, antes de retirarme, le
contesté: “No entendería, y no pretendo explicarle, por qué tengo esta imagen”.
No recuerdo si en alguna ocasión mi papá
expresó simpatías por el comunismo o alguna ideología de izquierda; aunque sí
escuché la anécdota de que participó en una huelga en una fábrica en los años
setenta. No estoy seguro de qué tan politizado fue, pero sí recuerdo con
exactitud que, durante mi infancia, escuchaba música folclórica latinoamericana
(de hecho, aún lo hago). Oía a Óscar Chávez, Amparo Ochoa, Los Folkloristas,
Alberto Cortez, Nacha Guevara, Soledad Bravo, Violeta Parra, entre otros
artistas que, en sus canciones, denunciaban la desigualdad social, las
injusticias y, por supuesto, señalaban el mal actuar de los gobiernos.
De toda esa música, escuché Hasta siempre de
Carlos Puebla, aunque en mi caso conocí esta canción en la versión de Óscar
Chávez. Ese fue mi primer contacto con el líder guerrillero argentino. Crecí
con la imagen del Che como un personaje rebelde, idealista, un luchador contra
las desigualdades que imperaban —y aún imperan— en América Latina, y, por
supuesto, un contestatario. Era una figura seductora por sus cualidades, y yo
no fui la excepción: admiraba y respetaba con sinceridad a Guevara.
La imagen en cuestión la obtuve en un
recorrido por Avenida Balderas, que antes de ser destruida con ese horrible
Metrobús, era una calle llena de vida. Recuerdo que había varios puestos donde
vendían discos de este tipo de música; en uno de ellos encontré y compré la
estampilla del Che. De eso han pasado unos 30 o 31 años, y desde entonces ha
sido infaltable en las carteras que he tenido.
Durante años leí y me documenté sobre este
icónico personaje. Sin embargo, con el paso del tiempo y con un pensamiento más
analítico, llegué a formarme una opinión distinta sobre lo que representa el
Che en la humanidad y, particularmente, en Cuba. Sí, fue un hombre rebelde e
idealista, pero también cruel, pues para imponer y sostener su filosofía
utilizó todos los instrumentos a su alcance para ejercer un aparato represor.
Vaya paradoja: aquello contra lo que luchaba terminó utilizándolo. Obviamente,
eso cambió la imagen que tenía de él.
La respuesta que pensé darle al doctor —y que
no expresé porque no valía la pena discutir, además de que por sus gestos era
evidente que no lo habría entendido— es que esa estampilla no la conservo por
admiración al Che. Eso ya cambió, aunque sigue siendo para mí un personaje
digno de estudio. Mi estampilla sobrevive porque me recuerda a ese Edgar
idealista, convencido de que con personas como el Che era posible cambiar el
mundo, y que además deseaba vivir esos cambios de igualdad y libertad en
nuestro bello país. Por desgracia o fortuna, la realidad me alcanzó y mi manera
de pensar cambió. Hoy estoy seguro de que esos cambios no son posibles: la
gente llega al poder y se corrompe. Como decía el filósofo y pensador Danton: “En
el fondo, los idealistas tienen alma de tiranos”. Y es una realidad; hay muchos
ejemplos de ello, incluido el Che.
Sin embargo, ese
Edgar idealista no ha desaparecido, afortunadamente. Desde mi trinchera trato
de que las personas a mi alrededor conozcan, a través de pláticas o en este
blog, personajes y eventos que han impactado en nuestra historia para que hoy
podamos disfrutar —poca o mucha— la democracia que tenemos en el país. Y eso es
lo que me hace sonreír: recordar que ese Edgar soñador, no politizado, pero sí
empático con los movimientos sociales, aún está presente.
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