Por Oscar Fernández Herrera
Mi amigo Roberto me animó a ir a una presentación de Los
Aterciopelados en el legendario Teatro Metropólitan de la CDMX. Con el milenio
recién estrenado y la dolorosa muerte de mi padre aún fresca, me hallaba en una
situación bastante particular: todo lo quería vivir al máximo. Música, sabores
y experiencias sorprendentes llegaron con una rapidez abrumadora, como si el
mundo entero se empeñara en recordarme que aún estaba vivo.
En aquellos días viví tanto que a veces me cuesta trabajo
recordarlo todo. Los colombianos, liderados por Andrea Echeverri y Héctor
Buitrago, protagonizaron uno de los conciertos más memorables a los que haya
asistido. El pretexto de aquella mágica presentación fue “Gozo Poderoso”, uno de
sus álbumes más celebrados por la crítica y el público.
Producido por Buitrago, Gozo Poderoso es el quinto disco de
los bogotanos; una obra con un aura cósmica, repleta de música luminosa,
espiritual y profundamente humana. Fue un golpe de autoridad y resistencia
frente a la artificialidad con la que fantaseaba el rock latinoamericano de
aquel entonces, sediento de aplausos y de reconocimiento inmediato.
El disco presentó un montón de buenas rolas: “Luz Azul”,
“Uno Lo Mío Y Lo Tuyo”, “Rompecabezas”, “Gozo Poderoso”, “El Álbum”,
“Transparente”, “La Misma Tijera”, “A Su Salud”. Todas ellas fueron como
pequeños embrujos llenos de frenesí y sometimiento. ¡No hubo salvación cuando
las escuchamos por primera vez!
En lo personal, “Gozo Poderoso” fue la canción que me
hechizó desde un principio, pues abrió una puerta secreta dentro de mi alma.
Desde sus primeros acordes, todo se volvió liviano, como si el aire comenzara a
brillar. La voz de Andrea Echeverri flotó entre lo sagrado y lo cotidiano para
tejer una melodía que olía a dulce incienso. Sentí que la vida, por un
instante, respiró con más color. Fue una invocación suave, un sueño en
movimiento donde la alegría no se grita, se siente: poderosa, luminosa, eterna.
Aquel concierto se convirtió en una especie de rito de
sanación. Recuerdo que, al final, la multitud cantaba con los brazos en alto,
como si cada verso limpiara una herida colectiva. En medio del bullicio, supe
que había encontrado algo parecido a la paz. Desde entonces, cada vez que
escucho esa canción, me devuelve a ese momento: al calor de las luces y al
temblor del pecho que acompaña a las canciones que realmente importan.
“Gozo Poderoso”, junto a “El Baile Y El Salón” de los tacubos,
es una de mis canciones de rock latinoamericano predilectas; un himno íntimo
que combina la energía del cuerpo con la contemplación del alma.
Un disco que sí o sí debe escucharse, coleccionarse y
atesorarse en toda colección musical que se precie de ser digna.

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