Black Star
Por Óscar Fernández
Herrera
¿Existen palabras lo
suficientemente adecuadas para explicar la grandeza de David Bowie? No lo creo,
pues disfrutamos su música como ninguna otra, reconociéndole su encanto en todo
momento. Y es que discos como The Rise and Fall of Ziggy Stardust and The
Spiders from Mars, “Heroes” y Scary Monsters son capaces de despertar los más
apasionantes sentimientos, aunque nunca logremos asimilarlos del todo. De nuevo
me faltan los calificativos para referirme a una obra tan basta como la del camaleón,
¿no es así́? Sin embargo, si has oído a Bowie alguna vez, estoy convencido de
que sabes de qué estoy hablando. Su música nos permite apropiarnos del mundo y
todo lo que hay en él.
En este momento traigo a la
memoria aquellos días en los que me la pasaba tarareando el Outside (1995)
porque no puedo contar mi historia sin un par de melodías de ese trabajo
dedicado al asesinato de Baby Grace, ya que se las arrebaté a su creador para
redefinir mi apreciación de las cosas. Desde que escucho al gran duque blanco,
mi vida sabe a curiosidad y fortuna.
No obstante, el andar de este
hombre estelar nunca fue tan resplandeciente como suelen citar algunos de sus biógrafos:
sus abruptos inicios como músico, el fracaso de sus primeras composiciones (se
ha señalado a ‘The Laughing Gnome’ como su peor canción) y su aparición en
menciones publicitarias para ganarse la vida son sólo unas cuantas muestras de
lo que ocurrió́ antes del éxito comercial. La edición de David Bowie en 1969,
en el que se incluía la impresionante ‘Space Oddity’, significó el primer escalón
hacia el estrellato. Con la aparición del andrógino Ziggy Stardust tres años después,
Bowie logró la madurez artística que tanto buscaba. Fue la época más ingeniosa
del músico británico, extendiéndose por más de diez años, y que finalizó con
la publicación de Let’s Dance en 1983.
Si bien los años ochenta
estuvieron repletos de inconsistencias artísticas, Bowie siempre encontró́ la
manera de sorprender a propios y extraños. En cada uno de sus discos es posible
encontrar al menos una canción provocadora y atemporal. Con la aparición del
nuevo milenio, el preciosismo de sus trabajos resultó indiscutible: Heathen
(2002), Reality (2003) y The Next Day (2013) son prueba de ello.
Blackstar (2016), el álbum que Bowie grabó como despedida y agradecimiento para sus seguidores debido a su próximo fallecimiento, es audaz, hermoso y triste. Se trata de una colección de siete canciones que valen como el auto epitafio de su autor. Pero hay más.
Lo primero que puede apreciarse
con el monumental corte homónimo, es el desinterés de Bowie por la notoriedad
en término de ventas. Es un álbum que mira al futuro arrojando algunos guiños
al pasado, todo personificado por el melancólico saxofón, el instrumento que definió́
al sonido de Major Tom.
Además de la pista inicial,
sobresale ‘Lazarus’. Con ella, se descubren frases que adquirieron sentido
cuando nos enteramos de la enfermedad del cantante: “Look up here, I'm in
heaven. I've got scars that can't be seen. I've got drama, can't be stolen.
Everybody knows me now…”
Las atmósferas tan inquietantes
del disco hicieron eco a través del jazz que crece con cada nota. La belleza
morbosa que vieron los primeros críticos de Blackstar se desvanece al notar el
verdadero propósito de este trabajo, aunque Bowie jamás renunció a ser actual,
transgresor y arriesgado.
De igual forma, resulta fácil (e importante) sentir cómo deambula la fuerza de Kendrick Lamar en ‘Girl Loves Me’, ‘Blackstar’, ‘I Can’t Give Everything Away’ y ‘Lazarus’, vigorizando con ello el trabajo de acompañamiento que realizan Donny McCaslin, Ben Monder, Tim Lefebvre y Mark Guiliana. ¿Qué más se puede decir? El último disco de Button Eyes (su último alter ego) es una obra maestra.
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