Por Oscar Fernández Herrera
Para bien y para mal, la
música italiana ha tenido un profundo impacto en el pop mexicano. Desde hace
décadas, artistas nacionales han hecho suyas canciones como “La Maldita Primavera”,
interpretada originalmente por Loretta Goggi; “Bella Señora”, de Gianni
Morandi; y “Toda la Vida”, del gran Lucio Dalla, por mencionar tres ejemplos
bastante visibles. No obstante, nadie se ha atrevido a “tocar” a Mina Mazzini,
la Tigresa de Cremona. Única. Nadie como ella.
El fenómeno Mazzini es
bastante curioso (e increíble): se inició como intérprete de los éxitos del
rock estadounidense en los años cincuenta, y ya en los sesentas reclamaba más
atención con temas como “Città Vuota”, “Se Telefonando” y “Conversazione”. En
1971, “Grande, Grande, Grande” la catapultó al estrellato internacional de
manera casi inmediata. Después, el silencio (aunque no dejó de grabar música).
Mina anunciaría su retiro de los escenarios, si bien seguiría su carrera desde
sus estudios de grabación en Italia y Suiza.
Así comenzó un ritmo frenético
de trabajo que incluía dos discos por año y que se extendería hasta entrados
los noventa, cuando redujo la cuota a una sola placa por año. Es asombroso cómo
Mina ha mantenido su carrera sin aparecer en público. Los rumores y teorías
sobre su reclusión son tantos que ya nadie les presta atención. Su último
disco, “Gassa D’amante”, se editó hace unos meses.
“Attila” se lanzó en dos
volúmenes y puede considerársele como uno de sus trabajos más finos y exitosos
en términos de ventas. “Tiger Bay”, “Se Il Mio Canto Sei Tu”, “Non Tornerò”,
“Sensazioni”, “Don’t Take Your Love Away” –potentísima interpretación de la
canción de Isaac Hayes-, y “Che Volgarità” son un viaje de emoción pura.
La riqueza del repertorio de “Attila”
radica en su equilibrio entre lo clásico y lo experimental. En la versión uno,
sobresalen temas como “Tiger Bay”, que abre con una atmósfera cinematográfica y
una entrega vocal de absoluta precisión emocional. “Non Tornerò” y “Sensazioni”
mezclan el drama italiano con arreglos casi etéreos, mientras que “Che
Volgarità” termina con una crítica aguda del espectáculo mediático, teñida de
sátira pop.
La versión dos se adentra en
tonos más introspectivos: “Se Il Mio Canto Sei Tu” es una balada contenida, casi
confesional, mientras que “Don’t Take Your Love Away” es una inconfundible
clase magistral de entrega conmovedora, en la que Mina abraza el legado de
Hayes sin imitarlo para transformarlo con un poder vocal abrumador y gran control
técnico.
El disco marcó el pináculo de
la discografía de Mina en términos tanto de sofisticación musical como de
impacto comercial. En aquel momento muchos pensaron que su carrera entraba en
una fase repetitiva, pero este álbum demostró lo contrario, pues consolidó su
capacidad para reinventarse sin traicionar la esencia de su sonido.
El álbum redefinió su fase de
estudio como un período creativo autónomo y poderoso, que disipó el mito de que
la ausencia de escenario significa declive artístico. Con “Attila”, Mina
Mazzini demostró que ella marcaba el tono de la música pop italiana desde
detrás de escena.
La recepción fue inmediata y
contundente. La crítica celebró su audacia estética, la diversidad de registros
vocales y la madurez interpretativa que se respira en cada tema. Para el
público, “Attila” se convirtió en un objeto de culto: no solo por la música,
sino por la presentación visual, con una portada tan vanguardista que mereció
su espacio en museos de arte contemporáneo. La carátula, obra de Luciano
Tallarini con fotografías de Mauro Ballets modificadas por Giani Ronco, y que
llegó a exhibirse en el Museo de Arte Contemporáneo en Nueva York, es
simplemente increíble.
La dualidad del lanzamiento
–dos ediciones complementarias– reforzó el aura enigmática de Mina y elevó el
disco a la categoría de arte total. Fue, y sigue siendo, un recordatorio de que
el pop puede ser elegante, radical y profundamente humano.






